Henri Cartier-Bresson (1908-2004) es un mito de la fotografía. Es el único que podría ser reconocido como el fotógrafo por excelencia, por su carrera, su calidad y su extraordinaria personalidad, que le llevó a recorrer el mundo entero con su Leica y su 50 mm. Su nombre es sinónimo de fotografía. Fue el primero en reconocer la necesidad de estar inmerso en la situación para llegar a buen fin. Intentó en numerosas ocasiones explicar cómo se convertía uno en buen fotógrafo, pero lo consideraba inútil, pues ni él mismo lo sabía. Resulta curioso saber que él se sentía más pintor que fotógrafo, incluso realizó documentales (fue ayudante del director de cine Jean Renoir). De hecho, varias veces decidió abandonar la cámara por su amor de juventud, los pinceles. Uno nace como Cartier-Bresson y lo tiene todo hecho.

Sacó su mirada a la calle, y descubrió la vida. Las personas se mostraban ante él tal como eran: altos, bajos, huraños, generosos... Ya no se asustaban, ya no temían a las cámaras pues ya las habían tenido en sus manos: era un elemento más de la nueva sociedad, y los nuevos creadores, con sus pequeñas y manejables cámaras, intentaron penetrar en las esperanzas y temores de las personas. En el excelente pack de la Fundación Henri Cartier Bresson, podemos verle hacer fotos como si bailara, parece que la gente ni siquiera le ve. Pero pronto se le quedó pequeño el mundo que le rodeaba, y sintió la necesidad de irse a explorar los sentimientos de los perdedores de una guerra y la prepotencia de los vencedores, seguros de sí mismos mientras cantaban a la muerte. Gracias a él y otros como Robert Capa o Brassaï... nos dimos cuenta de que el mundo es más pequeño de lo que parece y que la alegría y el odio nos iguala. De la misma manera se ríe un niño de España que uno de Vietnam. Un soldado ruso muere igual que uno francés.

Su filosofía del trabajo del fotógrafo consistía en:

“situar la cabeza, el corazón y los ojos en la misma línea visual. Es un estilo de vida”.

Buscaba el instante decisivo, ese momento de intensidad máxima de cualquier situación.

“El fotógrafo (aunque se le considere un maleducado) debe coger la vida por sorpresa, abalanzándose sobre ella”.

Quizás siguiendo esta filosofía fue lo que le condujo a fundar la agencia Magnum (1947) con algunos de los más grandes: Robert Capa, David Seymour y George Rodger. Por primera vez los fotógrafos decidían en su trabajo, y lo más importante, eran los dueños de sus negativos. La agencia gestiona y mueve los reportajes por las diferentes revistas.

Hoy, es uno de los modelos a seguir, pues en cierta manera fue uno de los últimos románticos. Muchos de los fotoperiodistas de la actualidad son sus alumnos, o al menos deudores del gran maestro. Aunque muchos lo consideran una figura sobrevalorada. Quizás su excesivo formalismo, su predisposición a plasmar la belleza a pesar del tema, su obsesión por la composición y por el respeto al formato del negativo de 35 mm (siempre positivo todo lo que había recogido el negativo, sin recortar un ápice para mejorar el resultado) son losas para los seguidores de Robert Frank o William Klein, los creadores del lenguaje propio de la fotografía. No obstante, para muchos, Cartier-Bresson es una referencia indiscutible.

Sus cámaras son el objeto del deseo de los coleccionistas, que pagan cantidades astronómicas por tener en sus estanterías (qué pena) estas joyas de la imagen. ¿Pero, imagináis lo que debe ser tener una Leica de Cartier Bresson en vuestras manos y hacer una foto? Dicen los entendidos que los que disparan una vez una de esas cámaras, nunca olvidan esa experiencia. Pero hay que recordar que la foto la hace la persona, nunca la cámara. De todas maneras, debe ser maravilloso.

De Cartier-Bresson se descubre mucho más a través de sus imágenes que de sus textos o de las reflexiones que hayan surgido a partir de su trabajo. Él es fotografía.

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