Eugène Atget fue un actor fracasado y frustrado de principios del siglo XX que ya mayor cogió una cámara de madera con un pesado trípode y recorrió París para poder comer. Vestía ropas viejas, tenía pocos clientes y jamás firmaba sus obras. Vivió en la frontera de la miseria hasta el final de sus días. Hoy es considerado, por muchos, el fotógrafo más influyente de la historia.

Eugène Atget es prácticamente un desconocido. Poco o nada se sabe de su infancia. Nació en 1857 en una región cercana a Burdeos, famosa por sus vinos. Muy pronto quedó huérfano y se fue a vivir con sus abuelos maternos, aunque otras fuentes apuntan a que estuvo bajo el techo de un tío suyo que le intentó meter de sacerdote.

Cuando fue mayor unos dicen que se enroló en la marina, y  que estuvo viajando por África y Sudamérica, otros dicen que fue un simple grumete que hizo un solo viaje en su vida, a Uruguay, y que el resto de su existencia se dedicó a adornar su viaje, que se convirtieron en toda una vida en el mar. De todas formas, estaba en París en 1879, matriculándose en el Conservatorio de Arte Dramático. Su siguiente aventura fue ser actor.

Y también fracasó. Nunca pasó de ser un actor secundario en teatros de provincias, y ni siquiera esto está confirmado. Se saben pocas cosas con certeza de él y una de ellas es que amaba la escena por encima de todas las cosas. Es lógico pensar que este nuevo fracaso pesó sobre él más que cualquier otra cosa. De este mundo sacó dos cosas, su amistad eterna con André Calmettes, director del teatro municipal de Estrasburgo; y su matrimonio con Valentine Compagnon, la mujer que le acompañó toda la vida, una actriz de segunda fila, nieta de una actriz de la Comedie Française. Parece ser que los pocos trabajos que consiguió nuestro hombre fue gracias a su querida mujer, diez años mayor que él. Pero su físico duro y sus problemas de garganta hicieron que abandonara su pretensión de triunfar en los escenarios.

Con 40 años, poco dinero y muchos fracasos a sus espaldas, decide cambiar de aires. Como frecuenta a los artistas gracias a su amistad con el director del teatro municipal de Estrasburgo, intenta triunfar como pintor. Durante dos años se enfrenta al lienzo en blanco con suma devoción, con el éxito esperado: fracaso absoluto.

Desengañado por el mundo de la creación, que le rechaza constantemente, apuesta todo a una última carta: la fotografía. Pero desde una perspectiva distinta. Ya que el arte no le quiere, se limitará a hacer reproducciones para que otros encuentren la inspiración. En aquella época los artistas utilizaban la fotografía como apuntes de la realidad, y compraban muchas fotografías para evitarse los desplazamientos y trabajar en la comodidad de su estudio.

Eugène Atget ve el camino que le permitirá ganarse el pan y estar cerca del ambiente artístico que nunca le acogió en sus seno. Como dijo una vez

El arte no me sirve.

Y esta sencilla frase le sirvió, por fin, para hacerse un lugar en la historia de la fotografía. En la última década del siglo XIX, los fotógrafos ya podían congelar el movimiento, pero Eugene Atget trabajó con una cámara ya arcaica para la época, lenta y pesada, que no abandonó nunca. Su máquina, que podemos ver reflejada en los escaparates de algunas de sus más de 8000 placas conservadas, era una cámara de banco de 13x18, encima de un sólido trípode de madera. Puede decirse que era la madre de todas las que llevamos desde entonces los fotógrafos.

No se sabe dónde aprendió los rudimentos básicos, pero muy probablemente experimentó mucho con el clásico ensayo error, a pesar de lo caro que podía resultar entonces. O a lo mejor algún amigo de su círculo le dio unas cuántas clases. Lo que sí es verdad es que, fuera de las pretensiones que había tenido hasta entonces, empezó un trabajo metódico, frío y mecánico que ha inspirado a toda una legión de fotógrafos (Man Ray y Berenice Abbott -que le descubrieron y difundieron su mensaje por EEUU- , Walker Evans...) que casi se santiguan cada vez que oyen su nombre.

Eugène Atget es tan grande porque carecía de pretensiones artísticas. Estableció un método de trabajo que le llevó a recorrer todo el París que estaba a punto de desaparecer, durante el cuarto de siglo en el que se dedicó a la fotografía. Y abandonando toda intención de opinar, sólo mostrar las cosas como son. Es el mejor porque, como dijo Walter Benjamin:

Fue un actor disgustado con los embrollos de su oficio, y decide arrojar su máscara y dedicarse, seguidamente, a despojar la realidad de todo disfraz.

Fue el primero que entendió el lenguaje propio de la fotografía. No hay que hacer imágenes bonitas, tendencia que ya imperaba entonces por culpa del pictorialismo, y que todavía hoy reina a sus anchas con las tecnologías digitales mal entendidas. Hay que saber situar la cámara sin artificios ni complicaciones y dejar que el resultado hable por sí mismo. Son simples y directas. Y dejan imaginar historias. Algo va a pasar o ha pasado, pero nunca lo sabes. Contemplar sus fotografías es uno de los mejores cursos que los fotógrafos podemos hacer.

 

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