Robert Frank es el fotógrafo que tuvo el valor de mostrar la sinrazón y decadencia del sueño americano cuando aún era emigrante en las tierras del otro lado del charco. Es el autor del poema más triste sobre América.

Nació en un país hermoso de la vieja Europa, Suiza, pero no tuvo más remedio que abandonarlo para escapar del tedio de lo cotidiano, de lo conocido. Allí estaba limitado, y el único sitio donde nunca encontraría puertas fue Nueva York, el infierno y el cielo en un mismo suelo. Pronto se hizo amigo de algunas de las personas más influyentes de la fotografía por aquel entonces, como Walker Evans, para muchos el padre de la fotografía moderna o Edward Steichen. Gracias a la fortaleza de su mirada, que daba vitalidad a sus fotos, consiguió una beca Guggenheim que le permitió recorrer el nuevo continente durante la década de los cincuenta, justo después de la guerra de Corea. Acompañado por su inestimable Leica  (su compañera desde 1947, antes siempre trabaja con una Rolleiflex de 6x6), su familia y un viejo coche, atrapó veintiocho mil momentos nunca imaginados, de los que destacó ochenta y tres y los tituló The Americans, donde nadie ríe. Hoy es un clásico que marcó un antes y un después en la concepción de un libro de fotografía. Un fenómeno que muy pocos autores han logrado, quizás William Klein con su libro New York, o nuestra Cristina García Rodero con su España Oculta.

Su trabajo debería ser sólo la biblia para todos los que aspiramos a ser fotógrafos y editar nuestra propia obra, también debería ser una referencia para todos aquellos que nos machacan con las 300 fotografías de su viaje de fin de semana.

Pero Frank no es una persona normal. Fue capaz de romper con la tendencia de entonces, capitaneada por Cartier Bresson, al fotografiar momentos en principio intrascendentes para sugerir sus argumentos.

No existe un momento decisivo. Hay que crearlo. Tengo que hacer lo necesario para que aparezca delante de mi objetivo.

Y cuando se le reconoció como una de las miradas más interesantes, arrinconó el negativo para jugar con veinticuatro por segundo, y pasó a ser una de las figuras más relevantes del cine de vanguardia norteamericano. Todos los que seguían su trayectoria sabían que iba a desembocar en este mundo, pues sus fotos siempre fueron muy cinematográficas, no solo por el mero hecho de contar historias, sino por la manera de presentarlas. De hecho, The americans puede verse como una película. Podemos pasar las páginas y sentir que estamos viendo cine.

Ya en la década de los setenta decidió volver a experimentar con el arte que ha sacado lo mejor de él. Decidió probar con el fototexto, con el collage, que tan buenos resultados daba a Warhol. Estas técnicas le permitían huir del realismo que atacaba a los de su generación, como Ansel Adams o Edward Weston, obsesionados con la precisión. Él sólo quiere ser preciso con los sueños que todos tenemos. Kerouac le llamaba el “poeta de la cámara”. Toda esta nueva retórica no era posible en Nueva York, por lo que decidió comprar una casa en una zona tranquila de Canadá. En la Gran Manzana despertaría cuando durmiera demasiado en su nueva casa de Mabou, donde huye de sus tragedias personales.

Su obra abarca desde 1948 hasta la actualidad, y reúne todas sus vertientes artísticas de la imagen: foto, las películas, libros... Y con la seguridad que vemos lo mejor de él,  vemos lo que él ha querido destacar de su vida y tal como lo ve ahora. Su trabajo muchas veces es una reinterpretación de todo su camino bajo el prisma de la experiencia del tiempo. Mención aparte merece el libro Robert Frank´s The americans, donde se explica toda la gestación de su mítico libro.

La fotografía no sería hoy lo que es si un día de 1924 no hubiese nacido este voyeur de la belleza deteriorada.

Recibe cada mañana nuestra newsletter. Una guía para entender lo que importa en relación con la tecnología, la ciencia y la cultura digital.

Procesando...
¡Listo! Ya estás suscrito

También en Hipertextual: